martes, 29 de junio de 2010

Mi voz narrativa

Mi voz narrativa vive confinada en un periodo invariable de tiempo. Trabaja en un turno rotativo de dos horas. Si hoy trabaja de doce a dos, mañana trabajará de dos a cuatro. Si mañana trabaja de dos a cuatro, pasado mañana trabajará de doce a dos. Así sucesivamente...
Mi voz narrativa me priva de una vida plenamente satisfactoria. Me matará cuando cumpla cuarenta años de un infarto. O, en su defecto, me matará cuando cumpla cuarenta años de un infarto, precedido de varios amagos de infarto. Es cíclico.
Mi voz narrativa me da vida. Es cierto. Me ayuda a conocerme y ayuda a otras personas a conocerse, conociéndome. Pero no sé si compensa. Es como un paria, que ofrece su vida a los demás, sin tener en cuenta las consecuencias.
Mi voz narrativa se alimenta de café hirviendo, tabaco y agua helada. La estoy alimentando, nutriendo y engordando. Hasta que sea grandilocuente y rimbombante, y payasos disfrazados de catedráticos intenten explicar por qué dos y dos son cuatro. Cuando cuatro no son las horas que trabaja mi voz narrativa.
Mi voz narrativa cree estar quedándose estrábica. Por eso fija la mirada en un punto y no lo suelta en un rato, hasta creerse libre. Libre del embrujo de los ojos que dan vueltas por las cuencas. Que pueden hacer volverse loco a un hombre y cortarse la oreja.
Mi voz narrativa es una suerte de dicotomía entre la vida y la muerte, entre la ficción y la realidad, entre la mentira y la verdad, entre lo bueno y lo malo. ¿No sería mejor –me pregunto, a estas alturas– acabar ya con su sufrimiento?
Mi voz narrativa está a punto de terminar su jornada laboral. Después de un duro día de trabajo, arde en deseos de abandonar su puesto, colgar el mono y desprenderse del sucio hedor de la fábrica. De fundirse en un abrazo con sus seres queridos. Padres, madres, hijos. De no volver a tener que pisar la maldita fábrica.

No hay comentarios:

Publicar un comentario