Capítulo primero: Ella era cariñosa, atenta, generosa, honrada. ¿Honrada? Por aquí no puedo seguir. Tenía una sonrisa, una risa que, si empezaba a reír, terminaría riendo todo el local. Era así. Y bailaba, cómo bailaba. Todavía recuerdo cuando, en una noche fría de invierno, la saqué a la pista del Elefunk y, tras cinco minutos, terminó bailando todo el local. Eh, no, ripioso, demasiado ripioso y rimbombante. Volvamos a empezar.
Capítulo primero: Ella tenía los ojos garzos. Sus ojos garzos sobre mis ojos. Y mis ojos sobre sus ojos garzos. Sé de un lugar entre sus ojos garzos y los míos donde podía mirar mis ojos. Esto me gusta. Tenía la piel blanquecina, no mortecina, respetando las bases de la tradición petrarquista, pero renovándola, renovándola con leves tonos anaranjados, que le daban a su piel un toque postmoderno. No, no, demasiado barroco y alambicado. Puedo hacerlo mejor.
Capítulo primero: Ella era la vida de mi vida, la vida que me queda por vivir, el vivir que… ¿El vivir que qué? Escribe sobre algo más cercano. Lo cierto es que han pedido que escriba algo para una revista. Lo cierto es que no conozco a nadie de la revista. Lo cierto es que llevo meses sin escribir. Dicen que es como montar en bicicleta. Que siempre tienes miedo a caerte. Esto se llama romper la expectativa. Jum, no, demasiado sincero. La sinceridad, en literatura, es una falacia.
Capítulo primero: Ella tenía la fea costumbre de regalarme libros, libros que robaba por las tardes. Ella me descubrió a Calvino, Buzzati, Bukowski… Y yo le descubrí a Unamuno, Hesse, Kafka… A ella le encantaba chuparme. Y a mí que me chupara. «Quiero chuparte», me decía. Y yo… ¿qué decir? Esto me encanta.
Un eterno retorno hacia el origen de la creación literaria, un debate que niega una conclusión. ¿Un misterio?
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