A Manuel Romero Márquez,
mi abuelo, que en paz descanse.
Siempre que cuento esta historia, mis amigos me piden que la ponga por escrito. Ha llegado el momento de enfrentarme a mis demonios, de enfrentarme a este oscuro episodio de mi pasado. Todo ocurrió una noche de invierno del año 2003. Acababa de ordenar mi cuarto. Conviene recordar que tengo un trastorno de sueño galopante y, a veces, duermo durante el día y hago vida normal durante la noche. Lo bueno de esta enfermedad, si es que puede llamarse así, es que por las noches no hay ruido, sonido ambiental cero, que lo llamo yo, y se puede leer tranquilo.
Como decía, acababa de ordenar mi cuarto y me disponía a hacerme un café, para beberlo a pequeños sorbos mientras pensaba en combinaciones de ajedrez. Me gusta el ajedrez. Cuando un bulto estirado en el sofá llamó mi atención. ¿Qué es eso? Me acerqué lentamente, intentando focalizar con los ojos entrecerrados. Hasta que un retumbo gutural me sacó de mi asombro. Era mi madre, que, como de costumbre, se había quedado dormida. Toda la familia tiene especial predilección por echar cabezaditas en el sofá. Debe ser genético. Pero, de entre todos, mi madre se lleva la palma.
La desperté suavemente:
- Mamá, vámonos para arriba.
Dije vámonos para arriba, porque tenemos un piso justo encima. Los dos pisos no están conectados, así que utilizamos la escalera comunitaria para movernos entre ellos. Yo soy el único que pasa las 24 horas en el piso de abajo. El resto de mi familia duerme en el piso de arriba.
- Un ratito más...
- No, mamá, a la cama.
Parecía el tópico del mundo al revés. Normalmente, es mi madre la que me despierta a mí y no yo a ella. Me costó lo indecible ponerla en pie. Pero hay que ponerse en su lugar, ¡cuesta tanto despertarse cuando uno lleva durmiendo una sola horita!
Mi madre, en pago por la ofensa de haberla despertado, me pide, que digo me pide, me exige que le dé un masaje. Supongo que todo está conectado: el sofá, el dolor de cuello, el masaje… En fin, nos pusimos en el centro del salón, los dos de pie, como dos bailarines a punto de comenzar su coreografía, y empecé a masajearle los hombros. Entre nosotros, tengo fama de dar buenos masajes y mi madre, sabedora de mis artes, me pide uno siempre que puede.
Entonces mi madre me preguntó:
- Dani, ¿tú me has llamado?
A lo que respondí que no, que no había abierto el pico.
- Es que he oído como decían mi nombre: Matilde, Matilde...
- Pues yo no he sido.
Cuando terminé de darle el masaje, mi madre me dio las buenas noches y partió en estado hipnótico al encuentro con su cama. Ahora estaba solo y era el momento de poner en práctica mi plan de dominación mundial: café y ajedrez, el binomio perfecto.
Mientras jugaba la segunda partida, una línea perteneciente a la Defensa siciliana variante Najdorf, un ruido procedente del cuarto de estudio rompió mi concentración. Parecía como si un luchador de sumo se hubiese desplomado contra el suelo/tatami de mi casa. Conviene recordar que en el cuarto de estudio, lo que ahora es el cuarto de estudio, murió mi abuela.
Me acerqué vacilantemente a la puerta y con un fuerte movimiento de muñeca apreté el pomo. ¡Pero la puerta no se abría! ¡Estaba atrancada! Empujé y empujé, y por una rendija logré ver el objeto que la obstruía. Era la mesa de planchar de mi madre. Mis perros ladraban fuera de sí. Coloqué la mesa de planchar a un lado y observé la alcayata que la sostenía. ¡Estaba intacta! ¿Cómo podía haberse caído? No es una pregunta retórica. Todavía hoy le busco una explicación razonable a este fenómeno de mesa de planchar voladora.
Como comprenderéis, amigos, salí corriendo de mi casa a toda pastilla. Semidesnudo. En pijama. Por la escalera. Tropezándome. En busca de socorro. En busca de auxilio. En busca de alguien a quien contarle lo que había sucedido. Porque esa mesa de planchar no podía haberse caído sola. Alguien la había tirado. ¿Por qué la había tirado? Atentos, amigos, que viene el desenlace.
Al día siguiente, me desperté en la cama de mis padres, como cuando era niño. La diferencia estriba en que cuando era niño tenía la manía de fabricar, por así decirlo, una cama pareja a la cama de mis padres. Cogía varios cojines mullidos y los colocaba en el suelo. Me tiraba encima de ellos y, hala, a dormir. Así mataba dos pájaros de un tiro: no molestaba a mis padres y no me podían reñir diciendo que había dormido en su cama. ¡Porque yo me había fabricado la mía!
Cuando bajé, mi madre estaba hablando por teléfono. Lloraba a moco tendido. Hablaba con mi tía Virginia, que acababa de informarle de que mi abuelo, su padre, había muerto. Ahora todo tiene sentido, ¿verdad? Mi madre y yo somos personas muy sensitivas. Dicen que las personas sensitivas sirven de catalizador para los muertos. ¿Ocurrió de verdad?, ¿no ocurrió? Podéis pensar lo que queráis. Nosotros tenemos una teoría. Mi abuela avisó a mi madre de lo que iba a ocurrir. Mi abuela murió cuando mi madre tan sólo tenía 19 años y es posible que se sienta en deuda con ella, que intente protegerla de cualquier tipo de daño o peligro. Lo de la mesa de planchar ya es más difícil de explicar.
Podemos pensar que fue un arrebato de locura por la muerte de su marido; podemos pensar que fue un arrebato de felicidad por poderse reencontrar con él; o podemos pensar que el ruido de la mesa de planchar precipitándose al vacío marcó la hora exacta en que murió mi abuelo.
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